La honradez es un valor en desuso. Desgraciadamente, hemos llegado a identificar la honradez con una especie de estúpida inocencia. Especialmente grave se convierte esta falta de honradez cuando afecta a los funcionarios públicos. Un político, un juez, un policía, un concejal e incluso un barrendero municipal debería tener como uno de sus valores fundamentales la honradez.
Escuchamos a diario noticias que presuntamente implican a funcionarios públicos en casos de corrupción. ¿Nos escandalizamos por ello? Algunos sí, pero no parece ser la tónica general. Si el presunto corrupto es de los nuestros acusamos al periodista, en ocasiones al juez, de insidioso. Si, por el contrario, es del enemigo, no necesitarmos pruebas para pedir su dimisión inmediata. Lo importante no es la honradez, sino los colores.
Esta solidaridad mal entendida se extiende a los miembros de un partido político. Cuando un compañero es señalado con el dedo todos corren a arroparle. Aunque sea con argumentos tan endebles como "si nosotros somos malos, vosotros sois peores". En vez de reconocer errores y asumir responsabilidades se cubre de mierda a los demás en una competición para salvar al menos malo. Sonroja escuchar ciertas comparaciones entre trajes y anchoas, no porque las anchoas estén libres de culpa, sino porque señalar la paja en el ojo ajeno parece implicar el reconocimiento de la viga en el propio. Y no pasa nada. Sonroja también escuchar a los políticos cuando preguntan retóricamente dónde está el límite entre el detalle inocente y el soborno flagrante. Yo tengo clara la respuesta: no hay límites, la honradez no tiene grados, y el hecho de plantearse siquiera la ubicación del límite ofende. Un político no sólo ha de ser honrado, debe también parecerlo. Un político, y cualquier otro funcionario público, no debe aceptar sobornos, regalos, propinas; ese es el límite.
Tal vez algún día veamos a un político denunciar la corrupción de un compañero de partido. Tal vez, aunque lo dudo. Mientras llega ese día procuraré contribuir a la recuperación de la honradez política no ofrenciendo a ninguno de ellos sobornos, regalos, propinas. Ni tan siquiera mi voto, aunque sea un gesto estéril.
Escuchamos a diario noticias que presuntamente implican a funcionarios públicos en casos de corrupción. ¿Nos escandalizamos por ello? Algunos sí, pero no parece ser la tónica general. Si el presunto corrupto es de los nuestros acusamos al periodista, en ocasiones al juez, de insidioso. Si, por el contrario, es del enemigo, no necesitarmos pruebas para pedir su dimisión inmediata. Lo importante no es la honradez, sino los colores.
Esta solidaridad mal entendida se extiende a los miembros de un partido político. Cuando un compañero es señalado con el dedo todos corren a arroparle. Aunque sea con argumentos tan endebles como "si nosotros somos malos, vosotros sois peores". En vez de reconocer errores y asumir responsabilidades se cubre de mierda a los demás en una competición para salvar al menos malo. Sonroja escuchar ciertas comparaciones entre trajes y anchoas, no porque las anchoas estén libres de culpa, sino porque señalar la paja en el ojo ajeno parece implicar el reconocimiento de la viga en el propio. Y no pasa nada. Sonroja también escuchar a los políticos cuando preguntan retóricamente dónde está el límite entre el detalle inocente y el soborno flagrante. Yo tengo clara la respuesta: no hay límites, la honradez no tiene grados, y el hecho de plantearse siquiera la ubicación del límite ofende. Un político no sólo ha de ser honrado, debe también parecerlo. Un político, y cualquier otro funcionario público, no debe aceptar sobornos, regalos, propinas; ese es el límite.
Tal vez algún día veamos a un político denunciar la corrupción de un compañero de partido. Tal vez, aunque lo dudo. Mientras llega ese día procuraré contribuir a la recuperación de la honradez política no ofrenciendo a ninguno de ellos sobornos, regalos, propinas. Ni tan siquiera mi voto, aunque sea un gesto estéril.
1 comentario:
me ha gustado mucho el artículo!
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